El señor Pérez Edero

perezederoEl señor Pérez Edero es un hombre de edad incierta, frágil piel adherida al esqueleto, escaso y vetusto cabello blanco, dientes ausentes y pose encorvada. Su etéreo cuerpo sufre las consecuencias de una prolongada desnutrición y su vista, de la vitalidad de años anteriores. Arrastra sus pies al caminar acompañando cada paso con un sordo chasquido óseo. Knack! Knack! Su casa, su mundo de cuatro paredes, le resulta confortable y acogedora a pesar de ser un lugar estanco, insalubre, oscuro, húmedo, hediondo e infecto. Hace tiempo que tapió ventanas, cerró agujeros y selló fisuras que pudieran dejar entrar luz. Hace tiempo que atrancó puertas, desconectó timbres y echó cerrojos para impedir la entrada de cualquier otro ser humano. Se aisló del mundo exterior de forma voluntaria y premeditada – un sitio del cual creía no poder extraer ni un ápice más de verdad – con el único fin de acometer su último experimento.

El señor Pérez Edero se recuesta en su dura e incómoda tabla que usa como colchón y cruza los brazos en cruz sobre el pecho. La lenta y tortuosa respiración permite que sus manos suban y bajen al compás de un ritmo asíncrono. Tiene el control remoto en la mano, como cada noche, y la mirada clavada en la mancha de humedad del techo que hay junto a la bombilla; ésa que tiene forma de continente africano. Espera que hoy sea el día y siente la hora próxima y eso le excita y le cansa. Cierra los párpados y siente el escozor propio de la sequedad. Su boca, ajada y deteriorada, suspira dejando escapar el aire sobre el ralo pelo de su pecho como una suave brisa nocturna. Inhala el nauseabundo olor de su cuerpo junto con el exiguo oxígeno de la sala con el único fin de volver a hinchar sus maltrechos pulmones. Su oído se desvanece, se aleja, se pierde en la negrura espesa de la habitación. El silencio lo es todo… y todo es silencio.

El señor Pérez Edero se sirve de este silencio para bucear en lo etéreo de su memoria. Intenta atrapar recuerdos en redes invisibles para hacerlos emerger. Busca perlas intemporales de pasados remotos y deja que le invada la infancia como el gas que escapa dulcemente de una bombona de butano. Y entonces, aparece el cuerpo sin vida de Tico, su hámster. Su primera víctima, su primer daño colateral. De niño desconocía qué era la muerte y qué caminos llevaban a ella. Su intención nunca fue que muriese, únicamente sentía curiosidad por el deterioro y la degradación: por la putrefacción. Había experimentado con frutas y verduras, con leche y huevos, con carne y pescado y, aunque todo finalizaba como esperaba, su sensación no era plena. No dejaban de ser cosas inertes que se convertían en cosas inertes y pútridas. Así que dejó de alimentarlo; dejó que muriera. Poco a poco, vio como aquel pequeño ser con vida, primero enflaquecía y luego enloquecía. Lo vio agonizar y desesperarse. Lo vio sufrir y deteriorarse. Y día tras día, comprobó como aquella mascota suya atrapada en aquella jaula de metal se convertía en su primer éxito; en su primera revelación. Cuando su padre descubrió lo sucedido le gritó, le riñó, le azotó y le encerró… pero no le escuchó. Y ni un día encerrado en aquel trastero fue suficiente para corregir su actitud. ¡Ni un día entero atrapado en aquel trastero maloliente repleto de muebles viejos, alfombras polvorientas y cajas de ropa inservible fue suficiente para que dejara de experimentar! De hecho, le sirvió más de trampolín que de yunque.

El señor Pérez Edero escucha el zumbido característico de una polilla revoloteando en el techo. Ya le ha pasado otras veces y reconoce el intermitente tintineo de sus golpes contra la bombilla. Su aleteo es débil y su devenir aleatorio, al menos en apariencia. No obstante, no es razón suficiente para abrir los ojos y volver a la realidad, así que sigue sumido en sus recuerdos. Cuando creció, se aventuró con animales más grandes como ratones, lagartijas o ranas y pudo confirmar que, al igual que los pequeños, ninguno afrontaba su fin con calma y paz. Todos luchaban, se agitaban, se revolvían, se golpeaban y se desesperaban. Todos buscaban una salida y todos hallaban la misma. Ninguno parecía comprender lo bello de su destino, el final de deterioro y descomposición tras el punto de inflexión que es la muerte. En la adolescencia descubrió el maravilloso mundo de la fotografía. Una técnica que le permitió capturar esos instantes únicos conservándolos en películas de plata cual botes de formol. Al principio, se dedicaba pacientemente a esperar la muerte del animal para luego documentar de forma gráfica el posterior deterioro. Un sinfín de fotografías siendo testigos mudos y fiables de un cuento con final feliz donde la naturaleza se renueva constantemente. Una colección fascinante de imágenes, a modo de catálogo, de las distintas fases de descomposición de un cadáver: fresco, hinchado, putrefacto y, finalmente, sólo restos.

El señor Pérez Edero salta ahora en el tiempo. Se reconoce en el espejo como aquel joven que consiguió su segunda revelación antes de la treintena. Aquel joven de vacua mirada y pulso firme capaz de arrebatar una vida humana con sólo una jeringuilla de morfina. El acto en sí, limpio, efímero y sereno, fue el vehículo que le permitió ascender otro peldaño más en su conocimiento. Otro paso más cerca de extraer su verdad. Tras la muerte del chico – un mero obstáculo que había que superar – arrastró el cadáver hacia la zona de trabajo y lo despojó de toda la superficialidad que portaba encima. Lo lavó cuidadosamente con agua y lo tumbó sobre una sábana blanca que había colocado en el suelo. Las cámaras fotográficas rodeaban el cuerpo desde tres ángulos distintos y el resto del habitáculo permanecía vacío. Se cercioró una vez más que estaban programadas para captar instantáneas cada media hora y abandonó el cuarto. Pasaron casi tres semanas hasta que volvió para recoger todo el material fotográfico. El chirriar de la puerta dio paso a la perfección hecha carne… en descomposición. El nauseabundo olor no le afectaba; incluso le excitaba, y se entretuvo mirando los restos del cadáver durante el tiempo que sus piernas aguantaron de cuclillas. No le daba miedo ser apresado aunque había sido extremadamente cuidadoso. Aún así, prendió fuego al interior y selló la puerta tras de sí. Con el paso de los años mejoró la técnica de ‘captura y sacrificio’, aumentó el número de cámaras, probó distintos tiempos de putrefacción y se volvió más cauto todavía. Pero con el paso de los años comprendió también que ningún otro experimento posterior le llenaría tanto como éste.

El señor Pérez Edero interrumpe sus ensoñaciones. Siente la muerte próxima y se aferra al control remoto como si de un bote salvavidas se tratara. No piensa en nada más, sólo en pulsar el botón que dispare las cámaras cuando llegue el momento. El culmen de su estudio, su mayor logro, el experimento definitivo, la tercera revelación,… muchos eran los nombres que rondaron por su cabeza; ninguno le pareció ajustado. Todos los pasos previos, todos los cadáveres calcinados, todas las imágenes capturadas eran únicamente el preludio de este acto. ¡Sí!, ¡el acto final! era el término más adecuado. Durante mucho tiempo había documentado la descomposición orgánica que viene tras la muerte. Una suerte de final póstumo a la misma muerte, predecible e inevitable, – salvo para algunas culturas como la egipcia – y él quiso sortearla. Quiso eludirla para experimentar y registrar cómo la putrefacción conduce a la muerte y no al revés. Era un estudio sobre lo perecedero del ser humano. Era un estudio que aplicaría sobre su cuerpo pues no dejaría que nadie se hiciese con tal mérito.

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